Llegado al Calvario, la hora se aproxima. Los soldados no tuvieron que forzar a Jesús para crucificarlo, no se defendió ni ofreció resistencia sino que lo tendieron sobre el madero y extendieron sus brazos. El Sacerdote Eterno abrió sus brazos para abarcar a todos los hombres de todos los tiempos que necesitaban misericordia para no incurrir en el castigo. Desde el cielo, el Padre eterno observó el amor del justo y unió su dolor al dolor del Verbo. El Espíritu Santo actuó en la voluntad humana de Jesús impulsándole al sacrificio.
"Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Lc 23, 34)
Jesús pidió al Padre que perdonara a los hombres, que perdonara todos los pecados con los que a diario se golpeaba al mismo Dios. Cristo perdonó cuando le clavaron al madero y su pensamiento fue pedir que el Padre también les perdonara. Cristo no pensó en su dolor cuando pronunció esta primera palabra sino que pensó en el perdón, y pidió la paciencia divina, clamando por la misericordia.
"Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. Jesús le dijo: "En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23, 42-43)
Y ante tanta maldad, Jesús encontró el arrepentimiento de un pecador, de uno de los ladrones que tenía a su lado. Dimas miró a la muerte desde la sencillez de un corazón sincero aunque pecador, y esa sinceridad le mantuvo despierto el sentido común de entender que, ante la muerte, todo lo que se considera importante deja de serlo. En su arrepentimiento estuvo también la proximidad de la Cruz de Jesús. Escuchó sus palabras de perdón, que le llegaron a lo más íntimo del alma, contempló la escena llena de odio hacia Cristo y pidió perdón por sus pecados.
"Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego, dijo al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio" (Jn 19, 27)
Y testigo mudo de todo ese sufrimiento fue María que en medio de la tiniebla apareció como consuelo. Al pie de la cruz se dispuso la Madre, alentando y consolando a su Hijo como sólo ella podía hacerlo. A ella también la insultaron, pero no retrocedió, y más aún con la compañía de Juan, el apóstol amado, el más fie, el que más había sabido rezar y comprender al Maestro. En la oscura soledad de la Pasión, María ofreció a su Hijo un bálsamo de ternura, de comprensión, de afecto y de fe.
Jesús sabía que comenzaba una nueva época para la humanidad, y por eso, a aquella que había sido siempre fiel a Dios le encomendó la tarea de ser la Madre de todos los vivientes, especialmente de los que iban a ser hijos de Dios por la gracia.
Tras la constatación de la obra acabada llegó el final: la muerte. Jesús murió porque quiso, entregó su vida cuando Él quiso. Llenó los pulmones de aire, volviendo a llamar al Padre y se abandonó en sus manos. En la muerte, Jesús dio al mundo lo más preciado, su Espíritu y con él la redención con los hombres se ha consumado.
"El centurión, al ver lo ocurrido, daba gloria a Dios diciendo: Realmente, este hombre era justo" (Lc 23,47)
Quien también estuvo presente en estos duros momentos fue el centurió que visto lo que había pasado se dio cuenta de la injusticia cometida por la ira de los sanedritas. Él fue testigo de la entereza de Jesús ante tanto dolor y humillación comprobando hasta qué punto llegó la paciencia y la caridad del condenado. La fe iluminó a ese hombre de bien, y el contacto de la cruz de Cristo le descubrió el sentido de lo que había sucedido.
Y con la muerte, el dolor se apoderó de los que aún estaban allí presentes. Sus ojos contemplaban un auténtico destrozo que mostraba a Jesús fracasado. Las esperanzas de un reino de paz, justicia, amor y libertad se presentaban lejanas para la pura razón. Ayudados por José de Arimatea y Nicodemo, María, Juan y las mujeres recibieron el cuerto de Jesús y lo llevaron hasta un sepulcro excavado en la roca donde lo embalsamaron con todo el amor y la piedad que fueron capaces. Y corrieron la roca.
Fue el día de la soledad de María. Para ella siguió la pasión en su alma. Sufrió y no hubo dolor como su dolor. Experrimentó el abandono de su Hijo, y mientras el Padre calló, la única que albergó esperanzas en la resurrección fue Ella. Las horas del sábado transcurrieron lentas, con la oración incesante de aquella que nunca cesó de creer.
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