Jesús consintió un paso más en esa humillación para salvar a los hombres. Podría haber sido de otro modo, pero entonces no se habría revelado la hondura del amor de Dios. La cruz era el modo de expresar la verdad y bondad del Padre con la humanidad, un amor que se da, dispuesto a todo. La cruz reveló la misericordia, el amor que salía al encuentro del que experimentaba el mal.
"Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos (...) porque, si esto hacen con el leño verde, ¿qué harán con el seco?" (Lc 23, 28-31)
Las calles se llenaron de gente que vociferaba, escupía y empujaba a Jesús. Sin embargo, no todos insultaban, algunas mujeres eran distintas de las galileas que acompañaron a Jesús en su caminar. Eran de Jerusalén, convertidas en los diversos viajes de Jesús a la ciudad santa. Lloraban porque era grande el dolor, pero no huían sino que seguían creyendo. Su amor no les permitía dudar de la verdad de lo creído en los momentos de luz. En la pasión, donde pocos discípulos estuvieron presentes, las mujeres jugaron un papel muy importante. Jesús les explicó la gran tragedia del pecado manifestándoles que si al inocente lo veían tan destrozado, cómo iba a ser la condición de los pecadores.
"Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, llamado Simón, y lo forzaron a llevar su cruz" (Mt 27, 32)
Y cuando el dolor extremo estaba a punto de dejar exhausto a Jesús, los guardias que acompañaban el cortejo no movidos por la piedad sino por el miedo a que no llegara vivo al Calvario, cogieron a un tal Simón que regresaba de las tareas del campo y le obligaron a cargar con la cruz. Todo pareció casual en aquel encuentro con Cristo y su Cruz. Casual fue su presencia en la ciudad, su paso por aquel lugar, que le fuercen a llevar la Cruz del Señor. Pero aquellas circunstancias fueron ocasión perfecta para una transformación profunda en aquel hombre. Quizá no le dio tiempo a enterarse quién era aquel a quien ayudaba, pero aceptó la carga y conmovido por la mirada de Jesús lo acompañó hasta el Gólgota. Simón de Cirene se encontró con el dolor de Cristo y se convirtió, por lo tanto bienaventurado el que sin buscar a Dios lo encontró.
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